viernes, 23 de diciembre de 2016

(8)



                Clementina no olvidaba el nombre del pueblo del que estaban hablando. Sabía que se trataba de Israel. Lo recordaba con facilidad porque relacionaba el nombre con su tío-abuelo que se llamaba Israel. De manera que pensaba en su tío y pensaba en Judas y en el pueblo de Judas. Y así no olvidaba. Una relación interesante, en todo caso.
                El otro elemento a favor de la defensa de Judas que alegaba Pedro María era el religioso. Todavía se le podría perdonar a Jesús de Nazareth el hecho que fuera un charlatán y hablador. Está bien que hable y que desvaríe. Tal vez no haya sido el primero o que tenga complejos de megalomanía. Es decir, que desee ser poderoso y grande, sin poner ni tener los medios. Todavía se le podría perdonar. El problema, sin embargo, es otro. Es propiamente religioso. Es decir, interno al propio pueblo que tocaba la esencia misma de sus tradiciones y costumbres. Y Jesús iba en contra de muchas de esas tradiciones existentes. Lo que significaba que ya era un problema interno. Y, por consiguiente, de extrema gravedad. Había que hacer algo. Y urgente. Ya lo proponía alguien del grupo de los que decidían en el pueblo: “es necesario que muera uno y no que perezca todo el pueblo”. O lo dejamos y nos atenemos a las consecuencias, que no se sabrán; o, lo eliminamos y nos evitamos serios problemas. Porque, se podría alegar, para no hacerle caso, que en el caso de la liberación del pueblo era un fanático y un romántico que añoraba un reino para todo el pueblo, aspiración generalizada; pero, que se meta con las propias tradiciones para criticarlas y para decir que así no era como quería Dios. Más aún, que se haga llamar hijo único de Dios y desde ese calificativo se atreva a contradecir la interpretación de los maestros y sacerdotes de la Ley de Moisés, ya es el extremo.
                De hecho ¿no decía que el sábado no era importante, sino la persona? Esto iba contra la esencia del cumplimiento de lo que Dios había prescrito sobre el descanso en el séptimo día. ¿Qué se habrá creído este hombrecito de Galilea? ¿Y las costumbres del pueblo que siempre lo había guardado con seriedad?
                No solamente eso. También se había metido con el templo de Jerusalén y había dicho que lo derribaran y que él era capaz de reconstruirlo en tres días. Además de hacer semejante afirmación se atrevió a sacar a la gente que ofrecía el culto a Dios, prescrito por Dios mismo, dado a los patriarcas a través del tiempo. ¿No era el templo el orgullo del pueblo y la certeza de la presencia de Dios en medio de su pueblo?
                Se atrevió a decir que todos los alimentos son puros y que nada hay impuro. Lo que significa que estaba diciendo que se podía comer cochino. ¡Y esto no puede ser!
                ¿No estaba, además, prohibido tocar a un leproso o tocar a un muerto, por considerar que se incurría en impureza? ¿Entonces? ¿Y no se la pasaba tocando a los leprosos y volviendo a la vida a los muertos? ¿No es eso incurrir en impurezas? ¿Dónde quedan, pues, las normas y los reglamentos y las leyes de Dios?
                No le bastaba eso. Todavía hay más. Se tomaba el descaro de decir que los que hacían todo eso, y no lo que él estaba proponiendo, eran unos falsos y unos hipócritas. ¡Verdaderamente! ¿Qué se habría creído?
                ¡Un falso maestro! No hay otra definición. Además, si se aplica la ley se encuentra el fundamento para condenar a Jesús en el libro de Deuteronomio 17, 12: “El que por arrogancia no escuche al sacerdote puesto al servicio del Señor, tu Dios, ni acepte su sentencia, morirá”. Lo que significaba que no había otra salida. Se puso de bocón. No respetó el orden establecido según la misma Torá. Pues, entonces, hay que aplicarle el castigo merecido.

                Y, ¿Judas no había hecho lo correcto? Por supuesto que sí. Sin dudas. Además, alguien tenía que hacerlo. No solamente tenía, estaba en la obligación y en conciencia a hacerlo. ¿No será ese el sentido de Marcos al decir “uno de los doce?” Tenía que prevalecer el propio pueblo y sus tradiciones. Porque, por un lado, quería liberar al pueblo sin tener los medios para lograrlo. Y, por otro, ponía en verdadero peligro la estabilidad interna del pueblo al ir contra sus costumbres. Ciertamente, Jesús, era una amenaza desde el lado que se le mirara.

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