viernes, 23 de diciembre de 2016

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                Pedro María Perales sabía lo útil que era para él la metodología del preguntar: preguntar a la pregunta y a la respuesta, y a las dos al mismo tiempo. Un sin fin. Muchas veces le generaba cansancio pero no podía escapar ya de la fascinación que ejercía en él esa actitud existencial y esa manera de enfrentarse a la vida, como tal. Muchos autores había influenciado en esa determinación, pero sobre todo el pensamiento post-moderno, del que, ciertamente, él mismo era su creación. Se le podía tomar, sin embargo, como un insatisfecho o un contestatario. Y ciertamente lo era. Por eso preguntaba siempre. Pero mirándolo con ojos críticos no era más que un buscador de la verdad, y nunca se daba por satisfecho, y nunca se daría, con respuestas inmediatas o con fórmulas resuelve todo. Eso nunca. Prefería tener la insatisfacción de una no-respuesta y el placer de una pregunta. No se podía negar la influencia de un Humberto Ecco, de un Niezsthe, de un Leopoldo Zea, de un Boff, de un San Agustín. Ciertamente era un devorador de libros. Y no había más satisfacción, a sus sesenta años, de fantasear con un pensamiento aparentemente nuevo en su incansable búsqueda. Parecía que descubría cosas nuevas que le mantenían vivo y activo.
                De joven se había desempeñado como periodista y locutor. Tal vez le debía a esa profesión el estar siempre en búsqueda. Había pasado por sus manos una lista grande de autores de todos los calibres y líneas de pensamientos. Desde el pesimismo de  los más pesimistas, hasta el optimismo de los más esperanzadores. Lo curioso, en su opinión, es que llegaba a pensar que  los pesimistas eran a veces más realistas y llenos de valentía real que muchos de los que se autoclasificaban como optimistas. A veces pensaba que el optimismo de muchos autores no era más que una proyección de una insatisfacción interior y de un no-optimismo personal. Y, entonces, encontraba más aventajados a los que muchos consideraban como existencialistas, como si con el hecho de serlo fueran menos afortunados. Encontraba en su existencialismo, a veces cruel y duro, más optimismo real que en los que él consideraba como anunciadores de alegrías proyectadas y subliminadas.
                Se había casado a los cuarenta años con la secretaria de la última emisora de radio donde había trabajado. Contaba por entonces de  fama de pensador y este había sido el elemento que había hechizado a Clementina. Su posición económica nunca había sido prometedora, aunque antes no se había preocupado por ello, como lo estaba ahora. Era más bohemio en su manera de vivir que conservador, y esta otra característica se sumaba al hechizo que había ejercido en la secretaria. Pero los años van ejerciendo sus propias necesidades, según las propias circunstancias, y si antes su vida había sido menos trabajosa; ahora, las circunstancias, le reclamaban la falta de previsión; y el no tener casa propia, y menos aún, un sueldo le turbaban la tranquilidad que debería tener a los sesenta, en donde se recoge lo sembrado, y en donde, ya se es, por naturaleza más sedentario y conservador, en la manera de vivir. Esta y la primera característica que habían sido el hechizo de más joven en Clementina eran, precisamente, ahora, la diferencia y los motivos de peleas entre los dos. Gracias a su hija, Elizabeth, de diecinueve años, las cosas no eran tan difíciles, pues era la única que estaba aportando efectivamente para mantener la casa, desde el alquiler. Lo poco que aportaba Pedro María dependía de la suerte de un terminal de lotería, una o dos veces al mes. Y no era mucho.

                ¿De qué me sirven tus lecturas? ¿Con ellas voy al mercado? Le recriminaba Clementina a Pedro María con insistencia. Nada, sin embargo, podían hacer para mejorar sus circunstancias. Ambos ya eran viejos y en ninguna parte les darían trabajo. Además, tampoco lo buscaban. Se recriminaban su falta de previsión en la vida y no se movían para que fuera distinta. Era como era.

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