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Pedro María Perales sabía lo
útil que era para él la metodología del preguntar: preguntar a la pregunta y a
la respuesta, y a las dos al mismo tiempo. Un sin fin. Muchas veces le generaba
cansancio pero no podía escapar ya de la fascinación que ejercía en él esa
actitud existencial y esa manera de enfrentarse a la vida, como tal. Muchos
autores había influenciado en esa determinación, pero sobre todo el pensamiento
post-moderno, del que, ciertamente, él mismo era su creación. Se le podía
tomar, sin embargo, como un insatisfecho o un contestatario. Y ciertamente lo
era. Por eso preguntaba siempre. Pero mirándolo con ojos críticos no era más
que un buscador de la verdad, y nunca se daba por satisfecho, y nunca se daría,
con respuestas inmediatas o con fórmulas resuelve todo. Eso nunca. Prefería
tener la insatisfacción de una no-respuesta y el placer de una pregunta. No se
podía negar la influencia de un Humberto Ecco, de un Niezsthe, de un Leopoldo
Zea, de un Boff, de un San Agustín. Ciertamente era un devorador de libros. Y
no había más satisfacción, a sus sesenta años, de fantasear con un pensamiento
aparentemente nuevo en su incansable búsqueda. Parecía que descubría cosas
nuevas que le mantenían vivo y activo.
De joven se había desempeñado
como periodista y locutor. Tal vez le debía a esa profesión el estar siempre en
búsqueda. Había pasado por sus manos una lista grande de autores de todos los
calibres y líneas de pensamientos. Desde el pesimismo de los más pesimistas, hasta el optimismo de los
más esperanzadores. Lo curioso, en su opinión, es que llegaba a pensar que los pesimistas eran a veces más realistas y
llenos de valentía real que muchos de los que se autoclasificaban como
optimistas. A veces pensaba que el optimismo de muchos autores no era más que
una proyección de una insatisfacción interior y de un no-optimismo personal. Y,
entonces, encontraba más aventajados a los que muchos consideraban como
existencialistas, como si con el hecho de serlo fueran menos afortunados.
Encontraba en su existencialismo, a veces cruel y duro, más optimismo real que
en los que él consideraba como anunciadores de alegrías proyectadas y
subliminadas.
Se había casado a los cuarenta
años con la secretaria de la última emisora de radio donde había trabajado.
Contaba por entonces de fama de pensador
y este había sido el elemento que había hechizado a Clementina. Su posición
económica nunca había sido prometedora, aunque antes no se había preocupado por
ello, como lo estaba ahora. Era más bohemio en su manera de vivir que
conservador, y esta otra característica se sumaba al hechizo que había ejercido
en la secretaria. Pero los años van ejerciendo sus propias necesidades, según
las propias circunstancias, y si antes su vida había sido menos trabajosa;
ahora, las circunstancias, le reclamaban la falta de previsión; y el no tener
casa propia, y menos aún, un sueldo le turbaban la tranquilidad que debería
tener a los sesenta, en donde se recoge lo sembrado, y en donde, ya se es, por
naturaleza más sedentario y conservador, en la manera de vivir. Esta y la
primera característica que habían sido el hechizo de más joven en Clementina
eran, precisamente, ahora, la diferencia y los motivos de peleas entre los dos.
Gracias a su hija, Elizabeth, de diecinueve años, las cosas no eran tan
difíciles, pues era la única que estaba aportando efectivamente para mantener
la casa, desde el alquiler. Lo poco que aportaba Pedro María dependía de la
suerte de un terminal de lotería, una o dos veces al mes. Y no era mucho.
¿De qué me sirven tus lecturas?
¿Con ellas voy al mercado? Le recriminaba Clementina a Pedro María con
insistencia. Nada, sin embargo, podían hacer para mejorar sus circunstancias.
Ambos ya eran viejos y en ninguna parte les darían trabajo. Además, tampoco lo
buscaban. Se recriminaban su falta de previsión en la vida y no se movían para
que fuera distinta. Era como era.
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