viernes, 23 de diciembre de 2016

(5)


                Los elementos que tenía Pedro María Perales para dedicarse a la defensa de Judas era la misma realidad del pueblo judío en el momento histórico de Jesús de Nazareth. En los tiempos de Jesús el pueblo de Israel se hallaba sometido al Imperio Romano y las expectativas eran que Dios le mandase un Mesías. Pero un Mesías al estilo de su historia hasta entonces. Y los judíos bien recordaban las intervenciones de Dios en su historia.
                Clementina ya había acomodado su silla de  mimbre, mitad original y mitad remendada en la salita donde se sentaban a conversar todas las mañanas. Esa mañana se había bañado al levantarse y tarareaba algunas melodías sin terminar. Se le notaba una cierta alegría. El café le había quedado un poco más dulce de lo acostumbrado. Su hija Elizabeth le había hecho saber esos detalles y en tono de comentario cariñoso le había preguntado que qué le pasaba. Nada. Había contestado Clementina.
                Después del café con leche y del pan untado con mantequilla y mermelada, como desayuno, todos se dedicaban a los suyo. Esa mañana era día festivo y Elizabeth no iría a trabajar. Aprovecharía el tiempo para dedicarse a sus cosas personales, como lavar, planchar y perecear un poco. Mientras tanto, en la salita se estaban acomodando los dos interesados en Judas Iscariote. Ya estaban, ciertamente, involucrados en la causa de la defensa. Pedro María sería el ponente, como siempre, alegando sus razones y sus conocimientos; y, Clementina, la fascinada y hechizada por las cosas nuevas que iban pasando por su cabeza también inquieta.
                Después de carraspear su garganta en señal de estar inmerso en sus pensamientos y como para darse el primer impulso, Pedro María preguntó a Clementina dónde habían quedado. Ella, que se hallaba ansiosa por comprender las razones que su esposo tenía en los elementos de la defensa que se iba a hacer, contestó de inmediato que el señor Marcos, o sea la Biblia, decía que “uno de los doce” y que no se sabía leer. Y, después de ciertos detalles para refrescar lo que se había hablado, Pedro María continuó su argumentación.
                — Así, — fijo en sus pensamientos y palabras Pedro María prosiguió — Israel recordaba la intervención de Moisés cuando el pueblo se hallaba sometido por los egipcios. Esta había sido, ciertamente, una gran intervención de Dios a favor del pueblo escogido. Moisés había sido un Mesías, un liberador. Después con la historia de José que había sido vendido por sus hermanos a un pueblo extranjero y después se había convertido en un salvador para el pueblo. Otro Mesías. Y, así, sucesivamente, el pueblo de Israel estaba convencido de la intervención de Dios en los momentos difíciles a nivel político y como pueblo concreto. Tenía la experiencia de las intervenciones de Dios. Dios jamás les había fallado. Y en los momentos concretos en que aparece Jesús de Nazareth las expectativas parecían cumplirse. Dios está actuando en medio de su pueblo. Ahora será la liberación del pueblo de Israel del sometimiento romano. Y hay que sumarse al movimiento liberador. La prueba era el mismo Pedro quien había dado muestras de ser bueno con la espada en el Huerto de los Olivos, por ejemplo. Y así muchos de lo que siguieron a Jesús. La esperanza no era otra que buscar la liberación. Y parecía un hecho.
                Ya se habían realizado algunos alzamientos pretendiendo ese objetivo. Matatías, por ejemplo, del linaje de los Asmoneos junto con los llamados Macabeos y Juan Hircano I, para citar algunos. Habían sido glorias pasajeras para el pueblo de Israel que no habían durado mucho. Se cambiaban los dominadores. Unas veces, Siria, otras Egipto, los persas, y, últimamente, los romanos. Y, entonces, la esperanza en el Mesías con la convicción de establecer un nuevo reino se mantenía viva. Y es cuando aparece Jesús de Nazareth hablando de la restauración del pueblo de Israel y declarándose el Mesías, el enviado, el esperado. Por supuesto, que había que sumarse al movimiento liberador. Por muchos motivos, había que unirse a toda esperanza de restaurar un nuevo reino. Por una parte, se lograría la liberación del propio pueblo. Y, por otra, tal vez, a la hora de repartir los puestos en el nuevo reino había la esperanza que le dieran un buen puesto, pues se había luchado en beneficio del pueblo.
                El pueblo de Israel con el recuerdo histórico que tenía del reinado del Rey David, sin duda, que albergaba las esperanzas de volver a instaurar un reino semejante. Un reino parecido alimentaba sus expectativas en la historia. Varias sentencias bíblicas alimentaban esa esperanza: en Gén. 3,15; la promesa a Abraham en Gen. 12,1-3; la bendición de Jacob en Gén  49,8-12: en los oráculos de Balaam de Números 24,15-19. Todas estas referencias indican, precisamente, que el pueblo de Israel tenía su convicción de la venida de un Mesías real; es decir, con la visión de un rey al estilo David. El segundo libro de Samuel 7 puede ser considerada la raíz histórica de la esperanza mesiánica en un rey. Así, el texto dice:


Cuando el rey se estableció en su casa y Yahveh le concedió paz de todos sus enemigos de alrededor, dijo el rey al profeta Natán: «Mira; yo habito en una casa de cedro mientras que el arca de Dios habita bajo pieles.»  Respondió Natán al rey: «Anda, haz todo lo que te dicta el corazón, porque Yahveh está contigo.»  Pero aquella misma noche vino la palabra de Dios a Natán diciendo:  «Ve y di a mi siervo David: Esto dice Yahveh. ¿Me vas a edificar tú una casa para que yo habite? No he habitado en una casa desde el día en que hice subir a los israelitas de Egipto hasta el día de hoy, sino que he ido de un lado para otro en una tienda, en un refugio. En todo el tiempo que he caminado entre todos los israelitas ¿he dicho acaso a uno de los jueces de Israel a los que mandé que apacentaran a mi pueblo Israel: "¿Por qué no me edificáis una casa de cedro?"  Ahora pues di esto a mi siervo David: Así habla Yahveh Sebaot: Yo te he tomado del pastizal, de detrás del rebaño, para que seas caudillo de mi pueblo Israel. He estado contigo dondequiera has ido, he eliminado de delante de ti a todos tus enemigos y voy a hacerte un nombre grande como el nombre de los grandes de la tierra:  fijaré un lugar a mi pueblo Israel y lo plantaré allí para que more en él; no será ya perturbado y los malhechores no seguirán oprimiéndole como antes, en el tiempo en que instituí jueces en mi pueblo Israel; le daré paz con todos sus enemigos. Yahveh te anuncia que Yahveh te edificará una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza.  (El constituirá una casa para mi Nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre.)  Yo seré para él padre y él será para mí hijo. Si hace mal, le castigaré con vara de hombres y con golpes de hombres, pero no apartaré de él mi amor, como lo aparté de Saúl a quien quité de delante de mí. Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme, eternamente.»  Natán habló a David según todas estas palabras y esta visión. El rey David entró, y se sentó ante Yahveh y dijo: «¿Quien soy yo, señor mío Yahveh, y qué mi casa, que me has traído hasta aquí? Y aun esto es poco a tus ojos, señor mío, Yahveh que hablas también a la casa de tu siervo para el futuro lejano... Señor Yahveh.  ¿Qué más podrá David añadir a estas palabras? Tú me tienes conocido, Señor Yahveh. Has realizado todas estas grandes cosas según tu palabra y tu corazón, par dárselo a conocer a tu siervo. Por eso eres grande, mi Señor Yahveh; nadie como tú, no hay Dios fuera de ti, como oyeron nuestros oídos.  ¿Qué otro pueblo hay en la tierra como tu pueblo Israel a quien un dios haya ido a rescatar para hacerle su pueblo, dándole renombre y haciendo en su favor grandes y terribles cosas, expulsando de delante de tu pueblo, al que rescataste de Egipto, a naciones y dioses extraños? Tú te has constituido a tu pueblo Israel para que sea tu pueblo para siempre, y tú, Yahveh, eres su Dios. Y ahora, Yahveh Dios, mantén firme eternamente la palabra que has dirigido a tu siervo y a su casa y haz según tu palabra. Sea tu nombre por siempre engrandecido; que se diga: Yahveh Sebaot es Dios de Israel; y que la casa de tu siervo David subsista en tu presencia, ya que tú, Yahveh Sebaot, Dios de Israel, has hecho esta revelación a tu siervo diciendo: "yo te edificaré una casa": por eso tu siervo ha encontrado valor para orar en tu presencia. Ahora, mi Señor Yahveh, tú eres Dios, tus palabras son verdad y has prometido a tu siervo esta dicha;  dígnate, pues, bendecir la casa de tu siervo para que permanezca por siempre en tu presencia, pues tú mi Señor  Yahveh, has hablado y con tu bendición la casa de tu siervo será eternamente bendita.               

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