viernes, 23 de diciembre de 2016


“Judas Iscariote,
uno de los doce”


Daniel Albarrán



Autor: Daniel Albarrán
Título original: “Judas Iscariote, uno de los doce”


Depósito legal: lf 081 2000 200 2219
ISBN 9803321463
Escrita en Barcelona (Venezuela) en septiembre de 2.000.
Impreso en Tipografía Anzoátegui,Barcelona – Venezuela.

Enero 2.001.
(1)



                Pedro María Perales había realizado estudios extra-académicos para encontrarle sentido a la vida. Había leído de todo un poco y se caracterizaba por su afán de comprender cada circunstancia de la vida. Buscaba no hacerse juicios sobre nada y sobre nadie. Para él todos eran de igual condición. Todos eran capaces de ser héroes y todos eran capaces de ser villanos, según las circunstancias. Por consiguiente, intentaba, a pesar de que a veces lo olvidaba, no hacer juicios sobre ninguna persona, sobre todo, si estos juicios eran morales: fulano es bueno, o fulano es malo. Simplemente, somos artífices de nuestras circunstancias, y a veces somos dueños de ella o a veces somos sus esclavos. Y buscaba ubicarse siempre en las circunstancias de las demás personas, para evitar todo posible juicio moral. Hacía todo lo que podía para comprender a la persona, su entorno circunstancial, su historia... Y en cierta manera justificaba a todo el mundo.
                Vestía, casi siempre del mismo color. Prefería el color gris o todo lo que tuviera una tonalidad semi-oscura. No negro del todo, no claro del todo. Una combinación. De contextura delgada y de estatura media normal. Su mirada a veces era pícara infantil y a veces distraída. Cuando se hallaba inmerso en sus propios pensamientos se llevaba la mano derecha al cabello y hacía con ellos como especies de remolinos. Le gustaba andar siempre bien bañado y oloroso a limpio. En la medida de lo posible lustraba sus zapatos todos los días, y cuando no lo hacía los frotaba en su pantalón para mantenerlos limpios. Su esposa, Clementina, siempre sufría por las pequeñas manías de Pedro María. Sobre todo, cuando se trataba de comprarle ropa nueva, porque hasta en la interior era toda del mismo color.
                Le gustaba hacer preguntas. Preguntaba sobre todo y a todos, si era posible. Cualquiera podría ver en esa actitud una manía. Pero era para él una necesidad de una constante apertura y descubría en la pregunta un instrumento de comunicación de un gran valor. Los que lo conocían lo valoraban precisamente por esa capacidad de preguntar y disfrutaban de sus conversaciones, porque les resultaba interesante cualquier conversación, pues no había límite al preguntar sobre lo que iba conversando o abriendo en la conversación. Él mismo sabía eso. Y lo disfrutaba. Sobre todo, después que había descubierto que había tratados y estudios sobre la pregunta. Así, había leído un estudio que hacía Hans Dieter Bastían, sobre la pregunta. Desde entonces se había prometido no dejar de preguntar y no importarle parecer ingenuo porque preguntara.
                Así, con la ayuda de la lectura que había hecho, sobre la pregunta, pensaba que preguntarse sobre el sentido de las cosas era buscar la razón de ser de la vida misma. Preguntarse era plantearse inquietudes. Sólo los inquietos se preguntan y preguntan, pensaba. La naturaleza nos ha hecho a todos con la capacidad de preguntar. Y nadie necesita de un previo aprendizaje. Además, sin la pregunta no se haría filosofía, ya que la pregunta es asombro formulado.
                Pensaba, igualmente, que hay que preguntar para tener un punto de partida y punto de vista al que atenerse. Pero la pregunta hay que descomponerla en preguntas. La pregunta es la palanca de origen. Está en el comienzo del conocimiento. El efecto propio de su actividad es el asombro. Significa movimiento. Una pregunta: y más preguntas. Precisamente, porque la pregunta es el por qué de la pregunta. Es el por qué de tal respuesta. Y, por consiguiente, es buscar el fundamento de las cosas: de lo nuevo y de lo viejo. Y esta actitud requiere una particular índole espiritual.
                Ciertamente, pensaba, con la ayuda del autor que había leído, que preguntar es una obstinación problemática. El hombre es inducido por la obstinación al preguntar. La obstinación es lo auténticamente humano. El preguntar es cesar de ser ingenuo. Y puede decir no: Y esto es una de las posibilidades esperanzadoras y terribles del interlocutor, una palanca de creación y de aniquilamiento. La capacidad de preguntar es para el hombre un don y deber, al mismo tiempo. Pues se trata de una apertura al mundo y a la libertad ambiental del hombre. El impulso a la pregunta es la necesidad de cambio, al que no puede substraerse. Al preguntar, niega el hombre lo antiguo y tiende a lo nuevo. La capacidad de enfrentarse con lo nuevo no está inserta en el hombre, sino que se adquiere. Quienes preguntan por lo nuevo, son alimentados con novedades. El hombre no está ni totalmente "abierto" -- pregunta absoluta -- ni completamente cerrado -- absoluta obediencia a la respuesta --, sino que es una mezcla de ambos: un callejón sin salida y una salida. Las opiniones y las costumbres pavimentan las calles sin salida, mientras que las preguntas abren nuevos caminos. La diferencia entre la obediencia a la respuesta y las preguntas está en los condicionamientos socioculturales del hombre mismo. La pregunta y la respuesta no son constantes antropológicas, porque difieren de la edad, formación y educación.

                Así pensaba Pedro María Perales. Había ayudado a reforzar esa manera de pensar la lectura que había hecho del libro de Hans Dieter Bastían. Y desde entonces, ahora, con razones mentales estaba convencido que el preguntar nunca es inútil. Todo lo contrario. Y esta característica de Pedro María va a ser la clave, junta con la que viene en el apartado siguiente, para comprender por qué se quería dedicar a la defensa de Judas Iscariote. Por ahora conformémonos con esta primera descripción de nuestro personaje porque nos va a ayudar a comprender sus razones y sus locuras, no tantas como parecen.
(2)



                Pedro María Perales sabía lo útil que era para él la metodología del preguntar: preguntar a la pregunta y a la respuesta, y a las dos al mismo tiempo. Un sin fin. Muchas veces le generaba cansancio pero no podía escapar ya de la fascinación que ejercía en él esa actitud existencial y esa manera de enfrentarse a la vida, como tal. Muchos autores había influenciado en esa determinación, pero sobre todo el pensamiento post-moderno, del que, ciertamente, él mismo era su creación. Se le podía tomar, sin embargo, como un insatisfecho o un contestatario. Y ciertamente lo era. Por eso preguntaba siempre. Pero mirándolo con ojos críticos no era más que un buscador de la verdad, y nunca se daba por satisfecho, y nunca se daría, con respuestas inmediatas o con fórmulas resuelve todo. Eso nunca. Prefería tener la insatisfacción de una no-respuesta y el placer de una pregunta. No se podía negar la influencia de un Humberto Ecco, de un Niezsthe, de un Leopoldo Zea, de un Boff, de un San Agustín. Ciertamente era un devorador de libros. Y no había más satisfacción, a sus sesenta años, de fantasear con un pensamiento aparentemente nuevo en su incansable búsqueda. Parecía que descubría cosas nuevas que le mantenían vivo y activo.
                De joven se había desempeñado como periodista y locutor. Tal vez le debía a esa profesión el estar siempre en búsqueda. Había pasado por sus manos una lista grande de autores de todos los calibres y líneas de pensamientos. Desde el pesimismo de  los más pesimistas, hasta el optimismo de los más esperanzadores. Lo curioso, en su opinión, es que llegaba a pensar que  los pesimistas eran a veces más realistas y llenos de valentía real que muchos de los que se autoclasificaban como optimistas. A veces pensaba que el optimismo de muchos autores no era más que una proyección de una insatisfacción interior y de un no-optimismo personal. Y, entonces, encontraba más aventajados a los que muchos consideraban como existencialistas, como si con el hecho de serlo fueran menos afortunados. Encontraba en su existencialismo, a veces cruel y duro, más optimismo real que en los que él consideraba como anunciadores de alegrías proyectadas y subliminadas.
                Se había casado a los cuarenta años con la secretaria de la última emisora de radio donde había trabajado. Contaba por entonces de  fama de pensador y este había sido el elemento que había hechizado a Clementina. Su posición económica nunca había sido prometedora, aunque antes no se había preocupado por ello, como lo estaba ahora. Era más bohemio en su manera de vivir que conservador, y esta otra característica se sumaba al hechizo que había ejercido en la secretaria. Pero los años van ejerciendo sus propias necesidades, según las propias circunstancias, y si antes su vida había sido menos trabajosa; ahora, las circunstancias, le reclamaban la falta de previsión; y el no tener casa propia, y menos aún, un sueldo le turbaban la tranquilidad que debería tener a los sesenta, en donde se recoge lo sembrado, y en donde, ya se es, por naturaleza más sedentario y conservador, en la manera de vivir. Esta y la primera característica que habían sido el hechizo de más joven en Clementina eran, precisamente, ahora, la diferencia y los motivos de peleas entre los dos. Gracias a su hija, Elizabeth, de diecinueve años, las cosas no eran tan difíciles, pues era la única que estaba aportando efectivamente para mantener la casa, desde el alquiler. Lo poco que aportaba Pedro María dependía de la suerte de un terminal de lotería, una o dos veces al mes. Y no era mucho.

                ¿De qué me sirven tus lecturas? ¿Con ellas voy al mercado? Le recriminaba Clementina a Pedro María con insistencia. Nada, sin embargo, podían hacer para mejorar sus circunstancias. Ambos ya eran viejos y en ninguna parte les darían trabajo. Además, tampoco lo buscaban. Se recriminaban su falta de previsión en la vida y no se movían para que fuera distinta. Era como era.
(3)

                Pedro María sabía que nada a estas alturas de su vida se podía hacer para que la vida fuera distinta de cómo lo era. Su preocupación había sido dejarse llevar por las lecturas. Y, aunque a diferencia del Quijote a quien las lecturas de caballeros andantes le habían enflaquecido el entendimiento y lo habían llevado a enderezar entuertos para torcerlos más, con toda la intención de hacer justicia, haciendo una injusticia mayor; Pedro María, se proponía otro tanto, por caminos análogos de justicia, aunque ya no de caballerías sino de historia. Así, se había dado a la tarea de hacer justicia a la historia sobre el caso de Judas Iscariote.
                Pensaba, y así quería hacerlo sentir, que en el caso de Judas Iscariote se ha cometido una gran injusticia. Se había dado a la lectura de muchos autores, comenzando por los mismos Evangelios, en donde se tratara siempre del tema de Judas. No había encontrado grandes soluciones a sus inquietudes. Por el contrario, aumentaba su desánimo cuando hallaba siempre la misma alusión condenatoria en toda referencia al caso. Casi siempre la frase “Judas el traidor” le herían y le generaban, cada vez, más intranquilidad. Sobre todo, cuando la utilizaban con sentido despreciativo y condenatorio. Y sentía, al paso de los años, una especie de simpatía por este personaje. Se podía decir que sentía, más bien, respeto y admiración por él. Y consideraba que era una obligación de fidelidad a la historia, por una parte, el reivindicar su figura desfigurada y maltratada. Por otra parte, veía como una falta de comprensión teológica el utilizar expresiones condenatorias en su contra. Y estaba decidido a hacer ese doble trabajo.
                Sabía, sin embargo, que  existía la posibilidad de ser considerado un loco. Pero, igualmente pensaba que sólo los locos son los que tienen la capacidad de preguntarse y de preguntar, como lo tenemos señalado en las primeras paginas de este relato. Sabía que tenía que hacerse preguntas. Sabía que no encontraría respuestas inmediatas. Y sabía que a lo que se aventuraba era una idea descabellada. Pero, sentía que la amistad y la simpatía que le generaban Judas le exigía el hacer algo a su favor.
                Así, lo primero que consideraba era el tribunal a quien dirigir su caso. No había otro que uno imaginario, al que le había dado el nombre de “el tribunal de la historia”. Le animaba, ciertamente, el pensar que a nivel de la Iglesia ya se había considerado algunos casos en los que  la misma Iglesia estaba reconociendo sus equivocaciones. En el caso presente albergaba las esperanzas de dar algunos pasos adelante. Por lo menos quería hacer el intento. El hecho de ser cristiano bautizado y activo le daba el derecho de pensar como lo hacía. Y aún cuando no lo fuera tenía el derecho de pensar. Y también de fantasear. No por eso le faltaría el respeto a la Iglesia, ni mucho menos. Consideraba, por el contrario, que como cristiano y como persona inquieta tenía todo el derecho de acercarse, a su manera, a las verdades de la fe.
                Estaba convencido, sin embargo, que todas las personas tienen sus propias convicciones, de acuerdo con las circunstancias históricas. Le ayudaba a pensar de esta manera el filósofo José Ortega y Gassett de quien tomaba, más o menos, las siguientes ideas, para justificar la demanda que pensaba hacer a la historia, sobre el caso de Judas Iscariote: La vida es drama. Como drama pasa, acontece, es un pasarle algo a alguien, es lo que acontece al protagonista mientras le acontece. Ese único y esencial "pasarnos" tiene una peculiarísima condición, y es que siempre está en nuestra mano hacer que no pase.
                El hombre es afán de ser. Afán en absoluto de ser, de subsistir. Y afán de ser tal, de realizar nuestro individualismo yo. Nuestra vida es afán de ser precisamente porque es, al mismo tiempo, en su raíz, radical inseguridad. Por eso hacemos una interpretación de la circunstancia, para asegurarnos la vida. Definimos el horizonte dentro del cual tenemos que vivir.
                Esa interpretación no es otra cosa que "las convicciones". O sea todo aquello de que el hombre cree estar seguro, con respecto a lo cual sabe a qué atenerse. Pues el hombre para vivir necesita construirse convicciones. O lo que es lo mismo que ir construyendo la seguridad de un mundo, creyendo que el mundo es de este o del otro modo, para en esta vista de ello dirigir su vida. De ahí que el mundo es el instrumento por excelencia que el hombre produce, y el producirlo es una y misma cosa con su vida, con su ser. El hombre es un fabricante natos de universos. Por eso hay historia. Porque el hombre se asegura el mundo frente a ciertos problemas que le plantea la circunstancia. Pero deja muchos problemas sin resolver. Su vida, el drama de su vida tendrá un perfil distinto según sea la perspectiva de problemas, según sea la ecuación de seguridades e inquietudes que ese mundo represente. El hombre constantemente hace mundo, forja horizonte. Todo cambio del mundo, del horizonte, trae consigo un cambio en la estructura del drama vital. Pero depende del colectivo. No importa las creencias individuales. Son las ideas de la época, el espíritu del tiempo. Esas ideas tienen vigencia. Precisamente porque la mayor porción de su mundo, de sus creencias, proviene de ese repertorio colectivo. El espíritu del tiempo, las ideas de la época en su inmensa mayoría están sobre el hombre, son las propias. El hombre va absorbiendo las convicciones de su tiempo. Va encontrándose en el mundo vigente. Así, el hombre hasta los veinticinco años no hace más que aprender, recibir noticias sobre las cosas que le proporciona su contorno social (los maestros, los libros...). Un mundo convincente de la época. A los veinticinco años, el hombre joven, también hace su mundo. Medita sobre el mundo de los viejos... Pero el hombre no es diverso: es el mismo, el viejo, el maduro y el joven. Pero de distintas armazones. Así la vida es tiempo. Tiempo limitado. Tiempo irreparable. Por eso el hombre tiene edad.  La edad es estar el hombre siempre en un cierto trozo de su escaso tiempo. Hoy es para unos, veinte años, para otros, cuarenta, para otros sesenta... Pero son el mismo hoy. Pero son tres modos distintos del hoy. El hoy declara sobradamente el dinámico dramatismo, el conflicto y colisión que constituyen el fondo de la materia histórica, de toda convivencia actual.
                El mundo vigente es el mundo de convicciones en que vive el hombre de determinada época. Con las convicciones de la época. Se imponen las convicciones, como ingrediente principalísimo de la circunstancia. Y el hombre tiene que vivir con ellas. Así el mundo vigente de cada fecha es el factor primordial de la historia.
                Las generaciones se deben ver en vertical, unas sobres otras, como los acróbatas del circo cuando hacen la torre humana. Unos sobre los hombros de otros. El que está en lo alto goza la impresión de dominar a los demás, pero debía advertir, al mismo tiempo, que es su prisionero. Eso nos lleva a ver que estamos en los hombros del pasado, en un pasado determinado que ha sido la trayectoria humana hasta hoy. Y ese mundo que se inventan como reacción con el que se encontraron se convierte en el mundo vigente.
                Al hombre quedarse sin convicciones se queda sin mundo. El hombre vuelve a no saber qué hacer. No sabe qué pensar del mundo. Por eso el cambio se superlativiza en crisis y tiene el carácter de catástrofe. El mundo se ha venido abajo. Y hay crisis. El hombre se vuelve a sentir sin orientación. El hombre pierde sus convicciones. Y el hombre, precisamente, no puede vivir, quiéralo o no, sin convicciones. Sócrates, es uno de los hombres más convencidos que ha tenido la tierra, y Sócrates sólo estaba convencido de que no sabía nada. El hombre sin mundo se queda de nuevo en el caos de la pura circunstancia, en lamentable desorientación. La vida toma un sabor amargo.
                Y así cada cual tiene que llevar su propia existencia. Tengo que ensimismarme de mis propias ideas respecto al mundo, para tomar mis propias decisiones. Pero ensimismarse es distinto de vivir atropellado. Ensimismarse en vivir desde dentro para mí y conmigo. El hombre ensimismado es dueño de sí mismo. No deja que nadie lo atropelle, que se le enajene, que nadie se convierta en otro que no es él. Es ser auténtico. Ser sí mismo. Lo contrario, es el estar fuera de sí, lejos de sí. Ser otro es el "alter" en latín. Es alterarse. Padecer "alteración" es dejarse llevar por las opiniones ajenas, de los demás, de los otros. El hombre alterado y fuera de sí ha perdido su autenticidad y vive una vida falsa. Así, a veces, muchas de las cosas que decimos, las decimos porque las hemos oído decir, porque las dicen otros. Porque las dice la sociedad. Pero si eso es así, significa que hemos renunciado a nosotros mismos. He renunciado a mi soledad, que huyo de ella y de mí mismo para hacerme "los otros". Los otros, la gente, es un sujeto impersonal, indeterminado, es el puro otro, el que no es nadie. La gente es un yo irresponsable, el yo de la sociedad, o social. He sustituido el yo mismo que soy en mi soledad por el yo-gente. Me hecho "gente". En vez de ser mi auténtica vida me la desvivo alterándola. Son dos modos de la vida: la soledad y la sociedad. El yo real, auténtico, responsable. Y el yo irresponsable, social, el vulgo, la gente.

                Así con la ayuda de José Ortega y Gasset, Pedro María pensaba que no se debe olvidar que la vida es un hacerse cada cual la suya desde las circunstancias. Y sus circunstancias concretas, por los momentos, era que quería pensar distinto y diverso. Sentía la obligación de no estar de acuerdo sobre el caso de Judas y sobre el juicio que siempre había escuchado. Quería tener sus propios pensamientos para asumir el drama de su propia vida. Quería tener sus propias convicciones. Porque la convicción en la que había vivido hasta entonces era la convicción de un juicio negativo sobre Judas Iscariote. Y no quería estar de acuerdo. Estaba en su derecho. Porque veía en esa declaración muchos elementos de utilidad. Allí encontraba, ciertamente, elementos de una verdadera psicología, de sociología, de historia, y sobre todo, de teología. Y esto era una convicción o unas convicciones de muchas épocas. Ahora, quería otra época, porque la vivía, y con ello sentía la necesidad de otras convicciones, a las que se arriesgaba, con toda la crisis que suponía iba a generar.
(4)



                Pedro María tenía suficientes convicciones para aventurarse a lo que se iba a aventurar: dedicarse a la defensa de Judas Iscariote.
                El primer elemento que poseía en las manos no podía ser otro que los mismos evangelios en donde se cuenta la acción de Judas. Y el texto base en el que quería fundamentarse era el Evangelio de Marcos. Había leído, en su rutina de lector inquieto, que el Evangelio de San Marcos había sido el primer evangelio escrito y en el que Mateo y Lucas se habían inspirado para escribir sobre Jesús de Nazareth. El Evangelio de Marcos es considerado, de hecho, el texto con más rigurosidad histórica en relación a la vida de Jesús. Así, leía en Marcos 14:10-11 “Entonces, Judas Iscariote, uno de los Doce, se fue donde los sumos sacerdotes para entregárselo. Al oírlo ellos, se alegraron y prometieron darle dinero. Y él andaba buscando cómo le entregaría en momento oportuno”.
                Lo curioso es que en esa cita, Pedro María encontraba ya la primera pista para salir en defensa de Judas. Se valía, por supuesto de algunos exegetas y estudiosos en la materia, aunque no trataban el tema propiamente en cuestión, como de un Joachin Jeremias, Jean Galot, Christian Duquoc, Schillebeecbxc, Vincenzo Battaglia, Karl Rahner, Moioli, Bernard Sesboue, Bruno Forte, Walter Kasper, Ignace de la Potterie, Hanimann; y, muchos otros. Aunque se había quedado con mucha curiosidad por leer la obra de Blinzler sobre las interpretaciones de la traición de Judas. Pero no le había sido posible por no hallarla ni aún con algunos amigos suyos que poseían buenas bibliotecas personales.
                Así, Pedro María veía que Marcos dice que había sido “Judas Iscariote, uno de los Doce”. Ciertamente, identificaba al personaje con nombre propio: “Judas”. Pero, añade, inmediatamente, la salvedad: “uno de los doce”. Y aquí Pedro María se emocionaba al encontrar que el evangelista Marcos identificaba al personaje pero también lo justificaba. Encontraba en la anotación inmediata, uno de los doce, la justificación de Judas.
                Pensaba que al evangelista añadir esa anotación justificatoria estaba pretendiendo decir que así como fue Judas pudo haber sido otro. Sólo que Judas se adelantó. En la expresión “uno de los doce”, Pedro María encontraba cosas no dichas expresamente, pero ocultas. Así, entresacaba de la frase la idea de que ya todos estaban desencantados con Jesús, y que uno de los doce, tal vez el más decidido, había tomado la iniciativa. Y que tarde o temprano, cualquier otro, de los doce, hubiese hecho lo mismo. Y era, precisamente, lo que San Marcos estaba diciendo. No otra cosa. ¿Por qué, entonces, no se es fiel al texto? se preguntaba con cierta impotencia e indignación hacia la historia, que siempre había condenado a Judas. Y consideraba, con razón o sin ella, que lamentablemente no se era fiel al texto por no hacerse una lectura fiel de lo que el texto decía. Porque muchos de los errores en la interpretación de muchos relatos e historias está, precisamente, en no saber leer con fidelidad lo que está escrito. Quizás, como él era periodista y locutor de vocación, tenía bien desarrollada esa sensibilidad de lector.
                Respecto a la fidelidad en la lectura, ciertamente, era muy detallista. Y pensaba que leer es un arte. Y, como todo arte es bello, es puro, es cristalino, es una magia. Es una comunicación entre quien escribió y quien está leyendo. Y es una hermosa obra de arte que exige saber ser fiel a su autor y a su interlocutor. Ya que quien escribe quiere comunicar una idea. Para que quien lea pueda captar la idea de quien escribe. Pero tiene un tercer elemento. Y es quien escucha y que es el receptor. En el caso de la lectura en público. Porque se trata de leer una idea en función de la misma idea para el oyente. Es decir, de una comunicación. Y en su más elemental sentido. De manera, que una lectura ha de ser fiel a la idea escrita, pues, de lo contrario, una idea pierde su verdadero sentido y adquiere muchos otros de la idea original. Lo que exige saber lo que se está leyendo y respetar todos los signos y símbolos de la escritura. Es como si se pusiera un semáforo y no se respetara, o, las mismas señales de tránsito y se ignorara todo el orden que se quiere dar a la circulación. Resulta un caos. Lo mismo, con la lectura en público. Entonces, podríamos decir, que todos manejamos, pero no todos somos choferes; o que todos sabemos leer, pero no todos somos buenos lectores. Al respecto, pensaba, que muchos de los que tienen la gran responsabilidad de transmitir las ideas escritas de cualquier texto, públicamente, a veces no tienen el suficiente respeto de la comunidad a la que están leyendo el texto en cuestión. Porque leen como pueden y no transmiten con fidelidad la idea escrita, tal como está escrita.
                El otro problema que Pedro María veía en de la fidelidad a la escritura es el de darle entonaciones personales, muchas veces emotivas, que en vez de hacer agradable lo que se escucha, entorpece el buen gusto y produce dispersión en la atención de la idea. Esas entonaciones no son sino vicios personales, fruto de emociones de quien lee y no de quien ha escrito lo que se está leyendo. Eso queda maravillosamente bien para el teatro o para la poesía recitada que exigen interpretación del personaje. Lo que supone que quien lo hace sea un actor o una actriz. Así, una lectura adquiere "subjetivismo" y pierde toda su objetividad. Y ese subjetivismo no es otra cosa que vicios y resabios de la persona que lee. Se  puede muy bien decir, que una lectura por muy espiritual que sea, no puede ser a la hora de leerse en público una lectura espiritualizada. Porque son dos cosas diversas, una lectura espiritual y una lectura espiritualizada. Lo segundo es un peligro y un resabio, que en vez de embellecer la lectura la entorpece.
                Todo esto que pensaba lo aplicaba en el texto del Evangelio de San Marcos. Pensaba que una mala lectura lleva a transmitir ideas no implícitas en la idea impresa en la escritura. Por consiguiente, era tergiversar el sentido y dar otros sentidos. Y, aquí, pensaba que históricamente se cometen y se han cometidos grandes errores y faltas de respeto múltiples: primero a cualquier autor mal leído. Si se lo ha leído mal se le interpreta mal. Después a los auditorios a quienes se les lee los textos: se les falta el respeto porque se les transmite una idea distinta de la escrita. Y eso mismo se aplica, pensaba, a los textos de la Biblia.
                Todo esto era el primer resultado que sacaba Pedro María Perales. Consideraba que en el caso de Judas, se le juzgaba mal, por una mala lectura del Evangelio de San Marcos. Pero no sólo pensaba así. Tenía todos los elementos históricos, tomados de la misma Biblia y evangelios, para comprender la decisión de Judas y que será elementos de los siguientes apartados de este relato.


                A Clementina le brillaban los ojos con un brillo especial cuando Pedro María le explicaba todas estas cosas. No se movía de su silla de mimbre donde se sentaba a escucharlo. ¿Cómo sabrá tanto de eso? Porque ella misma se iba convenciendo más que su esposo tenía mucha razón en lo que iba diciendo. Por lo menos a ella le parecía muy bonito e interesante. Nunca había oído hablar a nadie así de ese tema y con tanto dominio. La atención que ella mostraba en escucharlo le daban, por otro lado, a Pedro María más confianza en el tema y le daban la certeza de no estar tan descabellado en lo elementos que poseía para defender a Judas Iscariote. Ya no podía detenerse en la aventura que se había lanzado. Y esto por dos motivos principales: por uno, su inquietud y su afán de estudiar el caso que le entretenía el entendimiento y sus ratos de ocio; y por otro, la misma Clementina, que le preguntaba cada vez más, porque ya la curiosidad era una con ella y estaba hechizada por la manera de hablar de su esposo. 
(5)


                Los elementos que tenía Pedro María Perales para dedicarse a la defensa de Judas era la misma realidad del pueblo judío en el momento histórico de Jesús de Nazareth. En los tiempos de Jesús el pueblo de Israel se hallaba sometido al Imperio Romano y las expectativas eran que Dios le mandase un Mesías. Pero un Mesías al estilo de su historia hasta entonces. Y los judíos bien recordaban las intervenciones de Dios en su historia.
                Clementina ya había acomodado su silla de  mimbre, mitad original y mitad remendada en la salita donde se sentaban a conversar todas las mañanas. Esa mañana se había bañado al levantarse y tarareaba algunas melodías sin terminar. Se le notaba una cierta alegría. El café le había quedado un poco más dulce de lo acostumbrado. Su hija Elizabeth le había hecho saber esos detalles y en tono de comentario cariñoso le había preguntado que qué le pasaba. Nada. Había contestado Clementina.
                Después del café con leche y del pan untado con mantequilla y mermelada, como desayuno, todos se dedicaban a los suyo. Esa mañana era día festivo y Elizabeth no iría a trabajar. Aprovecharía el tiempo para dedicarse a sus cosas personales, como lavar, planchar y perecear un poco. Mientras tanto, en la salita se estaban acomodando los dos interesados en Judas Iscariote. Ya estaban, ciertamente, involucrados en la causa de la defensa. Pedro María sería el ponente, como siempre, alegando sus razones y sus conocimientos; y, Clementina, la fascinada y hechizada por las cosas nuevas que iban pasando por su cabeza también inquieta.
                Después de carraspear su garganta en señal de estar inmerso en sus pensamientos y como para darse el primer impulso, Pedro María preguntó a Clementina dónde habían quedado. Ella, que se hallaba ansiosa por comprender las razones que su esposo tenía en los elementos de la defensa que se iba a hacer, contestó de inmediato que el señor Marcos, o sea la Biblia, decía que “uno de los doce” y que no se sabía leer. Y, después de ciertos detalles para refrescar lo que se había hablado, Pedro María continuó su argumentación.
                — Así, — fijo en sus pensamientos y palabras Pedro María prosiguió — Israel recordaba la intervención de Moisés cuando el pueblo se hallaba sometido por los egipcios. Esta había sido, ciertamente, una gran intervención de Dios a favor del pueblo escogido. Moisés había sido un Mesías, un liberador. Después con la historia de José que había sido vendido por sus hermanos a un pueblo extranjero y después se había convertido en un salvador para el pueblo. Otro Mesías. Y, así, sucesivamente, el pueblo de Israel estaba convencido de la intervención de Dios en los momentos difíciles a nivel político y como pueblo concreto. Tenía la experiencia de las intervenciones de Dios. Dios jamás les había fallado. Y en los momentos concretos en que aparece Jesús de Nazareth las expectativas parecían cumplirse. Dios está actuando en medio de su pueblo. Ahora será la liberación del pueblo de Israel del sometimiento romano. Y hay que sumarse al movimiento liberador. La prueba era el mismo Pedro quien había dado muestras de ser bueno con la espada en el Huerto de los Olivos, por ejemplo. Y así muchos de lo que siguieron a Jesús. La esperanza no era otra que buscar la liberación. Y parecía un hecho.
                Ya se habían realizado algunos alzamientos pretendiendo ese objetivo. Matatías, por ejemplo, del linaje de los Asmoneos junto con los llamados Macabeos y Juan Hircano I, para citar algunos. Habían sido glorias pasajeras para el pueblo de Israel que no habían durado mucho. Se cambiaban los dominadores. Unas veces, Siria, otras Egipto, los persas, y, últimamente, los romanos. Y, entonces, la esperanza en el Mesías con la convicción de establecer un nuevo reino se mantenía viva. Y es cuando aparece Jesús de Nazareth hablando de la restauración del pueblo de Israel y declarándose el Mesías, el enviado, el esperado. Por supuesto, que había que sumarse al movimiento liberador. Por muchos motivos, había que unirse a toda esperanza de restaurar un nuevo reino. Por una parte, se lograría la liberación del propio pueblo. Y, por otra, tal vez, a la hora de repartir los puestos en el nuevo reino había la esperanza que le dieran un buen puesto, pues se había luchado en beneficio del pueblo.
                El pueblo de Israel con el recuerdo histórico que tenía del reinado del Rey David, sin duda, que albergaba las esperanzas de volver a instaurar un reino semejante. Un reino parecido alimentaba sus expectativas en la historia. Varias sentencias bíblicas alimentaban esa esperanza: en Gén. 3,15; la promesa a Abraham en Gen. 12,1-3; la bendición de Jacob en Gén  49,8-12: en los oráculos de Balaam de Números 24,15-19. Todas estas referencias indican, precisamente, que el pueblo de Israel tenía su convicción de la venida de un Mesías real; es decir, con la visión de un rey al estilo David. El segundo libro de Samuel 7 puede ser considerada la raíz histórica de la esperanza mesiánica en un rey. Así, el texto dice:


Cuando el rey se estableció en su casa y Yahveh le concedió paz de todos sus enemigos de alrededor, dijo el rey al profeta Natán: «Mira; yo habito en una casa de cedro mientras que el arca de Dios habita bajo pieles.»  Respondió Natán al rey: «Anda, haz todo lo que te dicta el corazón, porque Yahveh está contigo.»  Pero aquella misma noche vino la palabra de Dios a Natán diciendo:  «Ve y di a mi siervo David: Esto dice Yahveh. ¿Me vas a edificar tú una casa para que yo habite? No he habitado en una casa desde el día en que hice subir a los israelitas de Egipto hasta el día de hoy, sino que he ido de un lado para otro en una tienda, en un refugio. En todo el tiempo que he caminado entre todos los israelitas ¿he dicho acaso a uno de los jueces de Israel a los que mandé que apacentaran a mi pueblo Israel: "¿Por qué no me edificáis una casa de cedro?"  Ahora pues di esto a mi siervo David: Así habla Yahveh Sebaot: Yo te he tomado del pastizal, de detrás del rebaño, para que seas caudillo de mi pueblo Israel. He estado contigo dondequiera has ido, he eliminado de delante de ti a todos tus enemigos y voy a hacerte un nombre grande como el nombre de los grandes de la tierra:  fijaré un lugar a mi pueblo Israel y lo plantaré allí para que more en él; no será ya perturbado y los malhechores no seguirán oprimiéndole como antes, en el tiempo en que instituí jueces en mi pueblo Israel; le daré paz con todos sus enemigos. Yahveh te anuncia que Yahveh te edificará una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza.  (El constituirá una casa para mi Nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre.)  Yo seré para él padre y él será para mí hijo. Si hace mal, le castigaré con vara de hombres y con golpes de hombres, pero no apartaré de él mi amor, como lo aparté de Saúl a quien quité de delante de mí. Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme, eternamente.»  Natán habló a David según todas estas palabras y esta visión. El rey David entró, y se sentó ante Yahveh y dijo: «¿Quien soy yo, señor mío Yahveh, y qué mi casa, que me has traído hasta aquí? Y aun esto es poco a tus ojos, señor mío, Yahveh que hablas también a la casa de tu siervo para el futuro lejano... Señor Yahveh.  ¿Qué más podrá David añadir a estas palabras? Tú me tienes conocido, Señor Yahveh. Has realizado todas estas grandes cosas según tu palabra y tu corazón, par dárselo a conocer a tu siervo. Por eso eres grande, mi Señor Yahveh; nadie como tú, no hay Dios fuera de ti, como oyeron nuestros oídos.  ¿Qué otro pueblo hay en la tierra como tu pueblo Israel a quien un dios haya ido a rescatar para hacerle su pueblo, dándole renombre y haciendo en su favor grandes y terribles cosas, expulsando de delante de tu pueblo, al que rescataste de Egipto, a naciones y dioses extraños? Tú te has constituido a tu pueblo Israel para que sea tu pueblo para siempre, y tú, Yahveh, eres su Dios. Y ahora, Yahveh Dios, mantén firme eternamente la palabra que has dirigido a tu siervo y a su casa y haz según tu palabra. Sea tu nombre por siempre engrandecido; que se diga: Yahveh Sebaot es Dios de Israel; y que la casa de tu siervo David subsista en tu presencia, ya que tú, Yahveh Sebaot, Dios de Israel, has hecho esta revelación a tu siervo diciendo: "yo te edificaré una casa": por eso tu siervo ha encontrado valor para orar en tu presencia. Ahora, mi Señor Yahveh, tú eres Dios, tus palabras son verdad y has prometido a tu siervo esta dicha;  dígnate, pues, bendecir la casa de tu siervo para que permanezca por siempre en tu presencia, pues tú mi Señor  Yahveh, has hablado y con tu bendición la casa de tu siervo será eternamente bendita.               
(6)


                Por otra parte, muchos de los salmos hacen referencia a esa misma idea, en donde se hacía constante la enseñanza de la espera mesiánica real del pueblo de Israel. El salmo 78, por ejemplo, era su claro reflejo. Lo que significaba que se trataba de una enseñanza constante, y que era un recordatorio. El salmo se encargaba de recordarle a los israelitas las hazañas de Dios a favor del pueblo y con ello se mantenía la certeza de saber que jamás Dios los abandonaría. No lo había hecho antes. Tampoco lo haría ahora.
             Muchos otros salmos se sumaban a la lista de esa certeza. Así el 2 el 72 y el 110 confirmaban a nivel del pueblo la presencia de Dios. También los profetas, como Isaías y Jeremías se hallaban en esa línea, aunque muy en el fondo era el mesianismo profético lo que ellos anunciaban. Pero, el pueblo interpretaba con más facilidad que se trataba del mesianismo real. Es decir, un rey y un reino. Se trataba de uno de la familia de David.
                En esa enseñanza fue criado Judas Iscariote. Con toda seguridad, desde esa óptica histórica y de expectativas, tenías las mismas esperanzas de un reino al estilo de David. ¿Por qué, entonces, no comprender la nota que añade el evangelista San Marcos en el relato de la traición de Judas, “uno de los doce?”
                El problema que veía Pedro María era que en el caso de la historia de Jesús de Nazareth y toda su circunstancia, y con ello, Judas Iscariote, era la visión cristiana con la que se leían los evangelios. Es decir, que no se leen los evangelios pensando en su entorno circunstancial histórico, sino desde las perspectiva actuales. De hecho, cuando Pedro María le había comentado a algunos de sus amigos que pensaba defender a Judas Iscariote se habían sorprendido. ¿Cómo es posible que Ud. vaya a hacer semejante cosa? ¿No ve que Judas traicionó a Cristo? Y ahí es donde estaba precisamente el problema para Pedro María porque por más que diera todas las explicaciones y alegara la gente pensaba desde los momentos actuales y no desde la historia y desde los hechos concretos. Sí; eso lo sabemos nosotros, dos mil años después, que vemos y comprendemos y nos enseñaron que Jesús es el Hijo de Dios. Pero, ellos, los que vivieron con él en la inmediatez del tiempo y circunstancias concretas, no lo veían así. Ni siquiera suponían que era cierto lo que decía. Simplemente lo consideraban un loco de atar o de traicionar, como lo había hecho Judas Iscariote.
                Y aquí radicaba el problema de Pedro María y el problema de la no-comprensión histórica de la historia. De esta aparente repetición estaba consciente Pedro María. Bien sabía que no se trataba de una tautología o de una repetición caprichosa de palabras. Sabía que no es una repetición decir una comprensión histórica de la historia porque con ello quería pensar que se trataba de una fidelidad histórica y de una fidelidad a la historia. Es decir, que se trataba de ser fiel a los acontecimientos, según las circunstancias en que sucedieron. Esto supone, ciertamente, un estudio serio y pormenorizado de los acontecimientos que se estudian, en los que hay que considerar causas y orígenes, motivos y motivaciones. En otras palabras, una filosofía de la historia. De lo contrario, se corre el peligro, como de hecho sucede de mal interpretar muchos acontecimientos que se estudian. Y era lo que Pedro María veía que sucedía en el caso de Judas.
                Pensaba, según su lógica, que a Judas había que estudiarlo desde el pensamiento judío de la época y no desde la visión cristiana actual, con prejuicios y visiones globalizantes, sino concretamente en su circunstancia. Por eso se arriesgaba, so pena de ser incomprendido. Pero que sentía que era un asunto de conciencia escandalizara quien se escandalizara. Su conciencia no le reprochaba nada al respecto. Todo lo contrario. Además, se trataba de comprender a Jesús, por un lado, y a Judas, por otro, en la misma línea del judaísmo y no desde el cristianismo. Pues, en ese sentido, con la ayuda de algunos autores que había leído se trataba de ubicar las cosas en sus circunstancias histórica, ya que Jesús, e igualmente Judas Iscariote, no eran cristianos, sino hebreos. En el caso de Jesús, por ejemplo, no iba a Misa ni seguía alguna otra ceremonia el domingo; iba a las funciones el sábado. Pedro María se valía del aporte de Franco Galeone. Jesús no hablaba el griego ni el latín, sino el hebreo y el aramaico, dos lenguas semíticas. Se asemejaba a los otros hebreos, y tenía una madre hebrea; es decir, judía. Nadie lo llamaba Padre o Reverendo, sino Rabbí, o sea Maestro. No leía el Nuevo Testamento ni se imaginaba que fuese inspirada por Dios; leía la Biblia, es decir, el Antiguo Testamento y pensaba que era la Sagrada Escritura. No rezaba el rosario ni entonaba las letanías; pero sí recitaba los salmos, como en las tentaciones en el desierto y en la agonía de la cruz. No celebraba Navidad o Noche Buena, sino el Shavuoth y Pesach; es decir, fiestas propiamente judías. No hacía una comunión sino el Seder. En otras palabras, Jesús no era cristiano sino un hebreo, un judío. Y también Judas Iscariote.

                Entonces, ¿por qué no leer los acontecimientos desde sus circunstancias históricas?