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Pedro María sabía que nada a
estas alturas de su vida se podía hacer para que la vida fuera distinta de cómo
lo era. Su preocupación había sido dejarse llevar por las lecturas. Y, aunque a
diferencia del Quijote a quien las lecturas de caballeros andantes le habían
enflaquecido el entendimiento y lo habían llevado a enderezar entuertos para
torcerlos más, con toda la intención de hacer justicia, haciendo una injusticia
mayor; Pedro María, se proponía otro tanto, por caminos análogos de justicia,
aunque ya no de caballerías sino de historia. Así, se había dado a la tarea de
hacer justicia a la historia sobre el caso de Judas Iscariote.
Pensaba, y así quería hacerlo
sentir, que en el caso de Judas Iscariote se ha cometido una gran injusticia.
Se había dado a la lectura de muchos autores, comenzando por los mismos
Evangelios, en donde se tratara siempre del tema de Judas. No había encontrado
grandes soluciones a sus inquietudes. Por el contrario, aumentaba su desánimo
cuando hallaba siempre la misma alusión condenatoria en toda referencia al
caso. Casi siempre la frase “Judas el traidor” le herían y le generaban, cada
vez, más intranquilidad. Sobre todo, cuando la utilizaban con sentido
despreciativo y condenatorio. Y sentía, al paso de los años, una especie de
simpatía por este personaje. Se podía decir que sentía, más bien, respeto y
admiración por él. Y consideraba que era una obligación de fidelidad a la
historia, por una parte, el reivindicar su figura desfigurada y maltratada. Por
otra parte, veía como una falta de comprensión teológica el utilizar
expresiones condenatorias en su contra. Y estaba decidido a hacer ese doble
trabajo.
Sabía, sin embargo, que existía la posibilidad de ser considerado un
loco. Pero, igualmente pensaba que sólo los locos son los que tienen la
capacidad de preguntarse y de preguntar, como lo tenemos señalado en las
primeras paginas de este relato. Sabía que tenía que hacerse preguntas. Sabía
que no encontraría respuestas inmediatas. Y sabía que a lo que se aventuraba
era una idea descabellada. Pero, sentía que la amistad y la simpatía que le
generaban Judas le exigía el hacer algo a su favor.
Así, lo primero que consideraba
era el tribunal a quien dirigir su caso. No había otro que uno imaginario, al
que le había dado el nombre de “el tribunal de la historia”. Le animaba,
ciertamente, el pensar que a nivel de la Iglesia ya se había considerado algunos casos en
los que la misma Iglesia estaba
reconociendo sus equivocaciones. En el caso presente albergaba las esperanzas
de dar algunos pasos adelante. Por lo menos quería hacer el intento. El hecho
de ser cristiano bautizado y activo le daba el derecho de pensar como lo hacía.
Y aún cuando no lo fuera tenía el derecho de pensar. Y también de fantasear. No
por eso le faltaría el respeto a la
Iglesia, ni mucho menos. Consideraba, por el contrario, que
como cristiano y como persona inquieta tenía todo el derecho de acercarse, a su
manera, a las verdades de la fe.
Estaba convencido, sin embargo,
que todas las personas tienen sus propias convicciones, de acuerdo con las
circunstancias históricas. Le ayudaba a pensar de esta manera el filósofo José
Ortega y Gassett de quien tomaba, más o menos, las siguientes ideas, para
justificar la demanda que pensaba hacer a la historia, sobre el caso de Judas
Iscariote: La vida es drama. Como drama pasa, acontece, es un pasarle algo a
alguien, es lo que acontece al protagonista mientras le acontece. Ese único y
esencial "pasarnos" tiene una peculiarísima condición, y es que
siempre está en nuestra mano hacer que no pase.
El hombre es afán de ser. Afán
en absoluto de ser, de subsistir. Y afán de ser tal, de realizar nuestro
individualismo yo. Nuestra vida es afán de ser precisamente porque es, al mismo
tiempo, en su raíz, radical inseguridad. Por eso hacemos una interpretación de
la circunstancia, para asegurarnos la vida. Definimos el horizonte dentro del
cual tenemos que vivir.
Esa interpretación no es otra
cosa que "las convicciones". O sea todo aquello de que el hombre cree
estar seguro, con respecto a lo cual sabe a qué atenerse. Pues el hombre para
vivir necesita construirse convicciones. O lo que es lo mismo que ir
construyendo la seguridad de un mundo, creyendo que el mundo es de este o del
otro modo, para en esta vista de ello dirigir su vida. De ahí que el mundo es
el instrumento por excelencia que el hombre produce, y el producirlo es una y
misma cosa con su vida, con su ser. El hombre es un fabricante natos de
universos. Por eso hay historia. Porque el hombre se asegura el mundo frente a
ciertos problemas que le plantea la circunstancia. Pero deja muchos problemas
sin resolver. Su vida, el drama de su vida tendrá un perfil distinto según sea
la perspectiva de problemas, según sea la ecuación de seguridades e inquietudes
que ese mundo represente. El hombre constantemente hace mundo, forja horizonte.
Todo cambio del mundo, del horizonte, trae consigo un cambio en la estructura
del drama vital. Pero depende del colectivo. No importa las creencias
individuales. Son las ideas de la época, el espíritu del tiempo. Esas ideas
tienen vigencia. Precisamente porque la mayor porción de su mundo, de sus
creencias, proviene de ese repertorio colectivo. El espíritu del tiempo, las
ideas de la época en su inmensa mayoría están sobre el hombre, son las propias.
El hombre va absorbiendo las convicciones de su tiempo. Va encontrándose en el
mundo vigente. Así, el hombre hasta los veinticinco años no hace más que
aprender, recibir noticias sobre las cosas que le proporciona su contorno
social (los maestros, los libros...). Un mundo convincente de la época. A los
veinticinco años, el hombre joven, también hace su mundo. Medita sobre el mundo
de los viejos... Pero el hombre no es diverso: es el mismo, el viejo, el maduro
y el joven. Pero de distintas armazones. Así la vida es tiempo. Tiempo
limitado. Tiempo irreparable. Por eso el hombre tiene edad. La edad es estar el hombre siempre en un
cierto trozo de su escaso tiempo. Hoy es para unos, veinte años, para otros,
cuarenta, para otros sesenta... Pero son el mismo hoy. Pero son tres modos
distintos del hoy. El hoy declara sobradamente el dinámico dramatismo, el
conflicto y colisión que constituyen el fondo de la materia histórica, de toda
convivencia actual.
El mundo vigente es el mundo de
convicciones en que vive el hombre de determinada época. Con las convicciones
de la época. Se imponen las convicciones, como ingrediente principalísimo de la
circunstancia. Y el hombre tiene que vivir con ellas. Así el mundo vigente de
cada fecha es el factor primordial de la historia.
Las generaciones se deben ver en
vertical, unas sobres otras, como los acróbatas del circo cuando hacen la torre
humana. Unos sobre los hombros de otros. El que está en lo alto goza la
impresión de dominar a los demás, pero debía advertir, al mismo tiempo, que es
su prisionero. Eso nos lleva a ver que estamos en los hombros del pasado, en un
pasado determinado que ha sido la trayectoria humana hasta hoy. Y ese mundo que
se inventan como reacción con el que se encontraron se convierte en el mundo
vigente.
Al hombre quedarse sin
convicciones se queda sin mundo. El hombre vuelve a no saber qué hacer. No sabe
qué pensar del mundo. Por eso el cambio se superlativiza en crisis y tiene el
carácter de catástrofe. El mundo se ha venido abajo. Y hay crisis. El hombre se
vuelve a sentir sin orientación. El hombre pierde sus convicciones. Y el
hombre, precisamente, no puede vivir, quiéralo o no, sin convicciones.
Sócrates, es uno de los hombres más convencidos que ha tenido la tierra, y
Sócrates sólo estaba convencido de que no sabía nada. El hombre sin mundo se
queda de nuevo en el caos de la pura circunstancia, en lamentable
desorientación. La vida toma un sabor amargo.
Y así cada cual tiene que llevar
su propia existencia. Tengo que ensimismarme de mis propias ideas respecto al
mundo, para tomar mis propias decisiones. Pero ensimismarse es distinto de
vivir atropellado. Ensimismarse en vivir desde dentro para mí y conmigo. El
hombre ensimismado es dueño de sí mismo. No deja que nadie lo atropelle, que se
le enajene, que nadie se convierta en otro que no es él. Es ser auténtico. Ser
sí mismo. Lo contrario, es el estar fuera de sí, lejos de sí. Ser otro es el "alter"
en latín. Es alterarse. Padecer "alteración" es dejarse llevar por
las opiniones ajenas, de los demás, de los otros. El hombre alterado y fuera de
sí ha perdido su autenticidad y vive una vida falsa. Así, a veces, muchas de
las cosas que decimos, las decimos porque las hemos oído decir, porque las
dicen otros. Porque las dice la sociedad. Pero si eso es así, significa que
hemos renunciado a nosotros mismos. He renunciado a mi soledad, que huyo de
ella y de mí mismo para hacerme "los otros". Los otros, la gente, es
un sujeto impersonal, indeterminado, es el puro otro, el que no es nadie. La
gente es un yo irresponsable, el yo de la sociedad, o social. He sustituido el
yo mismo que soy en mi soledad por el yo-gente. Me hecho "gente". En
vez de ser mi auténtica vida me la desvivo alterándola. Son dos modos de la
vida: la soledad y la sociedad. El yo real, auténtico, responsable. Y el yo
irresponsable, social, el vulgo, la gente.
Así con la ayuda de José Ortega
y Gasset, Pedro María pensaba que no se debe olvidar que la vida es un hacerse
cada cual la suya desde las circunstancias. Y sus circunstancias concretas, por
los momentos, era que quería pensar distinto y diverso. Sentía la obligación de
no estar de acuerdo sobre el caso de Judas y sobre el juicio que siempre había
escuchado. Quería tener sus propios pensamientos para asumir el drama de su
propia vida. Quería tener sus propias convicciones. Porque la convicción en la
que había vivido hasta entonces era la convicción de un juicio negativo sobre
Judas Iscariote. Y no quería estar de acuerdo. Estaba en su derecho. Porque
veía en esa declaración muchos elementos de utilidad. Allí encontraba,
ciertamente, elementos de una verdadera psicología, de sociología, de historia,
y sobre todo, de teología. Y esto era una convicción o unas convicciones de
muchas épocas. Ahora, quería otra época, porque la vivía, y con ello sentía la
necesidad de otras convicciones, a las que se arriesgaba, con toda la crisis
que suponía iba a generar.