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Pedro María Perales había
realizado estudios extra-académicos para encontrarle sentido a la vida. Había
leído de todo un poco y se caracterizaba por su afán de comprender cada
circunstancia de la vida. Buscaba no hacerse juicios sobre nada y sobre nadie.
Para él todos eran de igual condición. Todos eran capaces de ser héroes y todos
eran capaces de ser villanos, según las circunstancias. Por consiguiente,
intentaba, a pesar de que a veces lo olvidaba, no hacer juicios sobre ninguna
persona, sobre todo, si estos juicios eran morales: fulano es bueno, o fulano
es malo. Simplemente, somos artífices de nuestras circunstancias, y a veces
somos dueños de ella o a veces somos sus esclavos. Y buscaba ubicarse siempre
en las circunstancias de las demás personas, para evitar todo posible juicio
moral. Hacía todo lo que podía para comprender a la persona, su entorno
circunstancial, su historia... Y en cierta manera justificaba a todo el mundo.
Vestía, casi siempre del mismo
color. Prefería el color gris o todo lo que tuviera una tonalidad semi-oscura.
No negro del todo, no claro del todo. Una combinación. De contextura delgada y
de estatura media normal. Su mirada a veces era pícara infantil y a veces
distraída. Cuando se hallaba inmerso en sus propios pensamientos se llevaba la
mano derecha al cabello y hacía con ellos como especies de remolinos. Le
gustaba andar siempre bien bañado y oloroso a limpio. En la medida de lo
posible lustraba sus zapatos todos los días, y cuando no lo hacía los frotaba
en su pantalón para mantenerlos limpios. Su esposa, Clementina, siempre sufría
por las pequeñas manías de Pedro María. Sobre todo, cuando se trataba de
comprarle ropa nueva, porque hasta en la interior era toda del mismo color.
Le gustaba hacer preguntas.
Preguntaba sobre todo y a todos, si era posible. Cualquiera podría ver en esa
actitud una manía. Pero era para él una necesidad de una constante apertura y
descubría en la pregunta un instrumento de comunicación de un gran valor. Los
que lo conocían lo valoraban precisamente por esa capacidad de preguntar y
disfrutaban de sus conversaciones, porque les resultaba interesante cualquier
conversación, pues no había límite al preguntar sobre lo que iba conversando o
abriendo en la conversación. Él mismo sabía eso. Y lo disfrutaba. Sobre todo,
después que había descubierto que había tratados y estudios sobre la pregunta.
Así, había leído un estudio que hacía Hans Dieter Bastían, sobre la pregunta.
Desde entonces se había prometido no dejar de preguntar y no importarle parecer
ingenuo porque preguntara.
Así, con la ayuda de la lectura
que había hecho, sobre la pregunta, pensaba que preguntarse sobre el sentido de
las cosas era buscar la razón de ser de la vida misma. Preguntarse era
plantearse inquietudes. Sólo los inquietos se preguntan y preguntan, pensaba.
La naturaleza nos ha hecho a todos con la capacidad de preguntar. Y nadie
necesita de un previo aprendizaje. Además, sin la pregunta no se haría
filosofía, ya que la pregunta es asombro formulado.
Pensaba, igualmente, que hay que
preguntar para tener un punto de partida y punto de vista al que atenerse. Pero
la pregunta hay que descomponerla en preguntas. La pregunta es la palanca de
origen. Está en el comienzo del conocimiento. El efecto propio de su actividad
es el asombro. Significa movimiento. Una pregunta: y más preguntas.
Precisamente, porque la pregunta es el por qué de la pregunta. Es el por qué de
tal respuesta. Y, por consiguiente, es buscar el fundamento de las cosas: de lo
nuevo y de lo viejo. Y esta actitud requiere una particular índole espiritual.
Ciertamente, pensaba, con la
ayuda del autor que había leído, que preguntar es una obstinación problemática.
El hombre es inducido por la obstinación al preguntar. La obstinación es lo
auténticamente humano. El preguntar es cesar de ser ingenuo. Y puede decir no:
Y esto es una de las posibilidades esperanzadoras y terribles del interlocutor,
una palanca de creación y de aniquilamiento. La capacidad de preguntar es para
el hombre un don y deber, al mismo tiempo. Pues se trata de una apertura al
mundo y a la libertad ambiental del hombre. El impulso a la pregunta es la
necesidad de cambio, al que no puede substraerse. Al preguntar, niega el hombre
lo antiguo y tiende a lo nuevo. La capacidad de enfrentarse con lo nuevo no
está inserta en el hombre, sino que se adquiere. Quienes preguntan por lo
nuevo, son alimentados con novedades. El hombre no está ni totalmente
"abierto" -- pregunta absoluta -- ni completamente cerrado --
absoluta obediencia a la respuesta --, sino que es una mezcla de ambos: un
callejón sin salida y una salida. Las opiniones y las costumbres pavimentan las
calles sin salida, mientras que las preguntas abren nuevos caminos. La
diferencia entre la obediencia a la respuesta y las preguntas está en los condicionamientos
socioculturales del hombre mismo. La pregunta y la respuesta no son constantes
antropológicas, porque difieren de la edad, formación y educación.
Así pensaba Pedro María Perales.
Había ayudado a reforzar esa manera de pensar la lectura que había hecho del
libro de Hans Dieter Bastían. Y desde entonces, ahora, con razones mentales
estaba convencido que el preguntar nunca es inútil. Todo lo contrario. Y esta
característica de Pedro María va a ser la clave, junta con la que viene en el
apartado siguiente, para comprender por qué se quería dedicar a la defensa de
Judas Iscariote. Por ahora conformémonos con esta primera descripción de
nuestro personaje porque nos va a ayudar a comprender sus razones y sus
locuras, no tantas como parecen.
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